martes, septiembre 20, 2016

Crónicas del prusés (I): Confundir el cómo con el qué

Años antes de que eclosionara el prusés, cuando al economista autodenominado liberal Xavier Sala Martín le preguntaban por qué era independentista catalán, él respondía lo siguiente (en este ejemplo de 2007, en el minuto 02:35):



"Yo soy independentista, pero no independentista catalán, o no solo independentista catalán, soy independentista de cualquier país que quiera la independencia. Si un conjunto de personas decide de manera democrática hacer una nación nueva a través de un referendum, yo no veo cómo ninguna persona democrática puede oponerse."

Ya antes de empezar el prusés estábamos con el mismo sofisma. Sin duda, este motivo es uno de los más frecuentes que cualquier independentista da cuando es preguntado al respecto. Fijense bien en la respuesta: cuestionado por la coña esta de la independencia, Sala Martín no responde a lo que se le pregunta, sino que en realidad explica que lo suyo es independentismo subrogado. No me imagino a alguien respondiendo "Yo soy capitalista porque si una mayoría de gente decide democráticamente que está a favor del capitalismo, no veo cómo ningún demócrata puede oponerse", o "Yo soy monárquico porque si una mayoría de gente decide democráticamente que el país tiene que ser monárquico, no veo cómo ningún demócrata puede oponerse". Lo normal cuando a uno le preguntan si es capitalista o socialista, o monárquico o republicano, o si prefiere carne o verduras, es que dé algún tipo de respuesta mínimamente sustanciada. Ni siquiera hablo de respuestas intelectualmente elevadas o que requieran una reflexión profunda. Cuando a alguien le preguntan por su ideología o por sus preferencias, lo normal es que dé algún tipo de motivo, no que se subrogue a lo que digan los demás. Responder "porque si la mayoría lo quiere, ningún demócrata se puede oponer" suena a escapismo, a querer rehuir la pregunta real.

Desde que empezó la coña esta del prusés, el 80% del tiempo se está dedicando al cómo y no al qué. Se está huyendo del debate último sobre cuáles son los argumentos reales que hay detrás del separatismo o del llamado unionismo, y se centran los esfuerzos 'intelectuales' en el cómo: que si la consulta con cajas de cartón del 9-N tenía validez o no, que si votando de tal o cual manera está bien, que si un 51% es suficiente o si hace falta un 80%, que si votos o escaños, que hay que ver qué malos son los fascistas españoles que no nos dejan sacar las urnas, que si las encuestas dicen que esta semana hay 10 independentistas más. Es mucho más difícil, en cambio, escuchar debates sobre el qué. Y no es exclusivo de los indepes, porque oigan: alertar sobre las supuestas consecuencias económicas terribles (o sobre los supuestos beneficios maravillosos) de una secesión también es huir del debate sobre el qué, aunque de eso hablaremos otro día. En una pugna política, siempre es intelectualmente más fácil renunciar a dar la batalla de las ideas. El presidente del gobierno, sin ir más lejos, es un adicto a ese vicio.

Siempre es más sencillo dar motivos vagos como "es lo que quiere la mayoría" que tener que bajar al barro a contraponer puntos de vista. Así que, para examinar los argumentos del separatismo y los contrarios, de entrada hay que tirar a la basura todo cuanto verse sobre el derecho a decidir, porque eso es irrelevante y desvía el foco real de la discusión. Si uno es independentista porque cree que "si la mayoría de los que me rodean lo son, tiene que ser bueno, y tendrían que poder votar sobre ello", es que más que independentista es un poco cortito, la verdad.