Cada friki tiene su afición exclusiva, excéntrica y particular. El frikismo nacionalista cuenta, como todo frikismo, con sus elementos de culto: puede ser un credo, una lengua, un color de piel o unas costumbres. En el caso del catalanismo, la obsesión es la lengua propia, y su necesaria primacía sobre la lengua impropia, que pese a ser cooficial y entendida por todos, es el idioma de los colonizadores.
Así, unos cuantos políticos situados en la cúspide de las instituciones catalanas gracias a la pasividad de la sociedad civil anestesiada, se han venido dedicando a legislar en las últimas décadas sobre política lingüística, una rama de la vida parlamentaria mucho más activa en Cataluña que la política económica o la gestión eficaz de los servicios públicos. Y así existen las oficinas de garantías lingüísticas, y así un padre tiene que ir a los tribunales para que su hijo reciba ¡dos! horas semanales de clase en lengua castellana, y así se revisan los historiales médicos para fiscalizar en qué idioma hablan paciente y doctor, y así se exige que los forenses acrediten conocimiento de la llengua màgica para poder desempeñar su trabajo (y ya me explicarán cómo le va a molestar el idioma al cliente de un forense).
Mariano Rajoy comparó ayer en Cataluña la supresión del castellano en la vida pública, la oficial, con la supresión del catalán en la vida pública, la oficial, en tiempos del franquismo. Convergència i Unió ha calificado de "asquerosas" sus palabras, y Manuela de Madre ha dicho que el PP rompe la convivencia. Los nacionalistas de todos los partidos critican las palabras de Rajoy: las critican, pero no las desmienten. Porque son ciertas.
Los partidos nacionalistas saben que, ante el eventual referendum acerca del Estatuto de Cataluña a la vuelta del verano, no se va a reproducir ese magnífico 89% de consenso parlamentario en las urnas. Saben que eso puede plasmar la fractura real entre clase política y sociedad civil. Saben que viven en una nube al margen de la realidad. Y saben que cada vez son más los ciudadanos de Cataluña que están hartos del nacionalismo, ese gran negocio en el que unos cuantos miles de personas nacen, crecen, se reproducen y nunca mueren, a costa y en contra de los contribuyentes. Y ante el miedo escénico a no cuadrar el 89%, qué mejor que meterse con Rajoy.
Así, unos cuantos políticos situados en la cúspide de las instituciones catalanas gracias a la pasividad de la sociedad civil anestesiada, se han venido dedicando a legislar en las últimas décadas sobre política lingüística, una rama de la vida parlamentaria mucho más activa en Cataluña que la política económica o la gestión eficaz de los servicios públicos. Y así existen las oficinas de garantías lingüísticas, y así un padre tiene que ir a los tribunales para que su hijo reciba ¡dos! horas semanales de clase en lengua castellana, y así se revisan los historiales médicos para fiscalizar en qué idioma hablan paciente y doctor, y así se exige que los forenses acrediten conocimiento de la llengua màgica para poder desempeñar su trabajo (y ya me explicarán cómo le va a molestar el idioma al cliente de un forense).
Mariano Rajoy comparó ayer en Cataluña la supresión del castellano en la vida pública, la oficial, con la supresión del catalán en la vida pública, la oficial, en tiempos del franquismo. Convergència i Unió ha calificado de "asquerosas" sus palabras, y Manuela de Madre ha dicho que el PP rompe la convivencia. Los nacionalistas de todos los partidos critican las palabras de Rajoy: las critican, pero no las desmienten. Porque son ciertas.
Los partidos nacionalistas saben que, ante el eventual referendum acerca del Estatuto de Cataluña a la vuelta del verano, no se va a reproducir ese magnífico 89% de consenso parlamentario en las urnas. Saben que eso puede plasmar la fractura real entre clase política y sociedad civil. Saben que viven en una nube al margen de la realidad. Y saben que cada vez son más los ciudadanos de Cataluña que están hartos del nacionalismo, ese gran negocio en el que unos cuantos miles de personas nacen, crecen, se reproducen y nunca mueren, a costa y en contra de los contribuyentes. Y ante el miedo escénico a no cuadrar el 89%, qué mejor que meterse con Rajoy.