domingo, diciembre 23, 2007

Historias del metro


Mi profesor de Filosofía de bachillerato decía que la mayor parte de las cosas que él había aprendido en la vida, las había aprendido en el metro. Con el tiempo, uno se da cuenta de que en el metro se aprende mucho, al menos sobre la sociedad en la que vive. Un vagón de metro (o un andén) es un espacio cerrado, en el que tenemos una movilidad limitada y más bien pequeñito: a diferencia de otros lugares, el metro nos obliga a ser conscientes del comportamiento de los demás ciudadanos, no podemos huír o cerrar los ojos ante aquello que no nos gusta ver.

Desde hace unos pocos años, en el metro de Barcelona (y esto es probablemente extrapolable a cualquier ciudad española), cada vez son más numerosas las muestras de incivismo. Hace diez años, se consideraba molesto y de mala educación que hubiera personas que llevasen los walkmans a toda leche, forzando a que todo el vagón escuchase su putrefacta música. Ahora, es muy habitual ver a algún quillo, o a algún no tan quillo, compartir el ruido de su mp3 con el resto del pasaje, con la posibilidad cada vez más frecuente de acompañarlo con coreografía. Por encima de su falta de respeto destaca, además, el mal gusto que tienen.

Otra costumbre muy extendida es la viva esencia del socialismo: si el asiento de enfrente está libre, el socialista coherente se lo queda para él también, ocupándolo con sus piernas. Sobre esta práctica existen variaciones en los trenes que, en lugar de asientos enfrentados dos a dos, los llevan en disposición horizontal, pegados a la pared del vagón: el socialista coherente, en este caso, es capaz de girarse noventa grados y ocupar dos plazas también así, con los pies sobre el asiento de al lado.

Los hay que consumen alcohol y de paso dejan recuerdo de todo tipo de brebajes en el suelo de los vagones. Las agresiones gratuitas son diarias, los hurtos están a la orden del día desde tiempos inmemoriales y de los que se cuelan sin pagar ni hablamos. Este verano vi a unos hippies arrancando pelos a su perro dentro de un vagón de la línea 1 y a un tipo miccionando en un andén, aprovechando la esquina entre la pared y una máquina de snacks. Creyendo que eso sería un comportamiento incívico difícilmente superable, lo comenté con unos amigos: y resultó que sí, que la meada sí era superable, dado que ellos habían visto a un tipo orinando dentro del vagón y una muchacha haciéndole una felación a un tipo en el andén, a la vista de todos y sin reacción conocida por parte de nadie (salvo la del interesado, supongo).

Lo peor de toda esta historia es que, si se te ocurre amonestar a alguien por maleducado, no sólo no te hace caso, sino que frecuentemente te mira mal y te insulta en el mejor de los casos. Y es que lo que vemos en el metro es un reflejo perfecto de nuestra sociedad: una puta mierda.