Dice el exconseller sense cap que verter amenazas de muerte es un delito. Estoy de acuerdo. El sábado pasado, la chusma escribió "Carod al paredón" en una pancarta. La reacción del partido del exconseller sense cap ha sido, cómo no, regodearse en los exabruptos recibidos, poner una denuncia no se sabe contra qué o quién y, sobre todo, enviar a los medios de comunicación al juzgado en el momento en que un representante del partido formalizaba la denuncia.
No parece que la formación más adecuada para criticar las amenazas y mucho menos el matonismo (Tardà dixit, o Dixie) sea la Esquerra Republicana de Carod. Nadie sabe, por ejemplo, dónde estaba Carod cuando la portavoz de ERC en Sant Cugat acusó de asesina a la portavoz del PP en el mismo consistorio, afirmando además que no se hacía responsable de las consecuencias que se pudieran derivar de la reacción del pueblo (reacción que llegó poco después en forma de pintadas en el domicilio y lanzamiento de piedras a la sede local). Nadie sabe tampoco cómo inexplicablemente Carod no ha encontrado tiempo en su abultada agenda para reprobar la actuación de las juventudes de su partido hace un mes en El Corte Inglés de Diagonal, intentado reventar una firma de libros por parte de José María Aznar. Nadie sabe, tampoco, cómo pudo olvidarse Carod, sin duda por un despiste inintencionado, de averiguar qué hacían militantes de su partido en la presentación del programa electoral del Partido Popular de Reus, acto que terminó con el lanzamiento de una maceta a la cabeza de Alberto Fernández.
Por supuesto, se trata de anécdotas sin importancia que no deben ocultar el claro respeto, por parte del independentismo catalán, a las más elementales normas de urbanidad, cortesía y democracia; respeto a la democracia como el que profesó un joven Joan Puigcercós, cuando se sentó encima de la urna que debía ratificar su candidatura como dirigente de ERC en las comarcas de Girona, allá por 1990, para que no votase más gente.
Y claro, con estos mimbres luego se hacen cestas.
No parece que la formación más adecuada para criticar las amenazas y mucho menos el matonismo (Tardà dixit, o Dixie) sea la Esquerra Republicana de Carod. Nadie sabe, por ejemplo, dónde estaba Carod cuando la portavoz de ERC en Sant Cugat acusó de asesina a la portavoz del PP en el mismo consistorio, afirmando además que no se hacía responsable de las consecuencias que se pudieran derivar de la reacción del pueblo (reacción que llegó poco después en forma de pintadas en el domicilio y lanzamiento de piedras a la sede local). Nadie sabe tampoco cómo inexplicablemente Carod no ha encontrado tiempo en su abultada agenda para reprobar la actuación de las juventudes de su partido hace un mes en El Corte Inglés de Diagonal, intentado reventar una firma de libros por parte de José María Aznar. Nadie sabe, tampoco, cómo pudo olvidarse Carod, sin duda por un despiste inintencionado, de averiguar qué hacían militantes de su partido en la presentación del programa electoral del Partido Popular de Reus, acto que terminó con el lanzamiento de una maceta a la cabeza de Alberto Fernández.
Por supuesto, se trata de anécdotas sin importancia que no deben ocultar el claro respeto, por parte del independentismo catalán, a las más elementales normas de urbanidad, cortesía y democracia; respeto a la democracia como el que profesó un joven Joan Puigcercós, cuando se sentó encima de la urna que debía ratificar su candidatura como dirigente de ERC en las comarcas de Girona, allá por 1990, para que no votase más gente.
Y claro, con estos mimbres luego se hacen cestas.