Algunos iletrados creen que la democracia es votar cada cuatro años y practicar algunos intangibles extraños, como el respeto, el diálogo, la pluralidad, la ciudadanía. Todo eso lo empaquetan y le llaman la esencia de la democracia, que ni pica ni mancha.
La democracia no es eso. En realidad, lo de votar es de lo de menos. En una democracia perfecta, la que no existe, el voto debería ser un mero trámite que de vez en cuando cambiara las caras de los mandatarios y optara por un quítame allá esos impuestos o un ponme acá este sistema educativo.
En una democracia perfecta, estaría vigente el imperio de la ley. En una democracia perfecta, el poder judicial sería independiente del poder político, las operaciones corporativas entre empresas eléctricas las decidiría el mercado, los que dieran cobertura a grupos terroristas estarían fuera de las instituciones, los movimientos cívicos serían cívicos y no subvencionados, los medios de comunicación no existirían fruto de una graciosa concesión gubernamental, los que en nombre del circo ocuparan propiedades privadas serían desalojados en nombre de la ley. En una democracia perfecta, no habría fuerzas políticas que persiguieran la destrucción personal de los miembros de fuerzas políticas adversarias. En una democracia perfecta, no habría partidos que persiguieran la desintegración del sistema político garante de las libertades. En una democracia perfecta, en definitiva, el que incumpliera la ley sería perseguido, y el que defendiera su cumplimiento sería respetado.
Los dos pilares del sistema político, Partido Popular y Partido Socialista, tienen su parte de culpa en el desaguisado español de principios de siglo XXI, pero cualquiera que sea intelectualmente honesto sabe quién es el impulsor y el responsable, sin el menor escrúpulo, de estar dándole la vuelta al sistema con tal de permanecer en el poder y quién intenta mantener la poca dignidad que le queda a la esmirriada democracia española. Rodríguez habla de esencias y Rajoy de libertad. Y allá cada uno con su conciencia.
La democracia no es eso. En realidad, lo de votar es de lo de menos. En una democracia perfecta, la que no existe, el voto debería ser un mero trámite que de vez en cuando cambiara las caras de los mandatarios y optara por un quítame allá esos impuestos o un ponme acá este sistema educativo.
En una democracia perfecta, estaría vigente el imperio de la ley. En una democracia perfecta, el poder judicial sería independiente del poder político, las operaciones corporativas entre empresas eléctricas las decidiría el mercado, los que dieran cobertura a grupos terroristas estarían fuera de las instituciones, los movimientos cívicos serían cívicos y no subvencionados, los medios de comunicación no existirían fruto de una graciosa concesión gubernamental, los que en nombre del circo ocuparan propiedades privadas serían desalojados en nombre de la ley. En una democracia perfecta, no habría fuerzas políticas que persiguieran la destrucción personal de los miembros de fuerzas políticas adversarias. En una democracia perfecta, no habría partidos que persiguieran la desintegración del sistema político garante de las libertades. En una democracia perfecta, en definitiva, el que incumpliera la ley sería perseguido, y el que defendiera su cumplimiento sería respetado.
Los dos pilares del sistema político, Partido Popular y Partido Socialista, tienen su parte de culpa en el desaguisado español de principios de siglo XXI, pero cualquiera que sea intelectualmente honesto sabe quién es el impulsor y el responsable, sin el menor escrúpulo, de estar dándole la vuelta al sistema con tal de permanecer en el poder y quién intenta mantener la poca dignidad que le queda a la esmirriada democracia española. Rodríguez habla de esencias y Rajoy de libertad. Y allá cada uno con su conciencia.