jueves, diciembre 28, 2006

Un país de freaks


Existe un hecho diferencial español que nos particulariza y distingue del resto de la Unión Europea: sin duda, España es un país con una notablemente alta densidad de personajes extravagantes en comparación con la mayoría de nuestros socios comunitarios.

Entre los especímenes que hallamos en la vida común española, se encuentra el sindicalista. El sindicalista es un tipo que, en primer lugar, no trabaja: su actividad sindical le exonera de ser productivo. El sindicalista juega un doble papel: poner zancadillas a las empresas para que sean lo mínimo de eficientes posibles, y poner zancadillas al conjunto de la nación para que sea lo mínimo de competetitiva posible. El sindicalista, curiosamente, recibe dinero gratis total de los poderosos a los que supuestamente debe combatir. Suele ser un submarino del socialismo político y procura tapar posibles casos de corrupción, siempre que sea posible. Los medios de comunicación le suelen otorgar un papel de voz autorizada para opinar e influír sobre cualquier cosa, lo que le confiere poder en especie de democracia orgánica paralela a los órganos constitucionales de representación de la soberanía popular.

Otro extraño elemento typical spanish es el nacionalista. El nacionalista se esfuerza por desvincularse de todo lo español, y tiene la desgracia de ser un producto característicamente español: con escasas excepciones, Occidente, y en particular la Unión Europea, tiene unos valores universalmente asumibles por cualquier ciudadano, sin preeminencia de una lengua, de un color de piel o de una religión. Sólo en España el nacionalista reclama la distinción en razón a supuestas diferencias. El nacionalista coexiste en dos versiones: común o terrorista. Curiosamente, el nacionalista no es tomado usualmente por un loco identitario al que hay que hacer el menor caso posible, sino que se le suelen dedicar todo tipo de cariños, cuidados, prebendas y negocios, con el fin de calmarlo, amansarlo, que no se moleste demasiado. Poco importa que si el nacionalista se molestara demasiado, no ocurriría gran cosa salvo que dejaría de recibir prebendas.

Pese a que el sindicalismo y el nacionalismo son fenómenos recurrentes en muchos países de la UE (aunque con una incidencia mucho menor, claro), el hecho diferencial español reside en que, junto con el Rey, la figuras del sindicalista y del nacionalista son inviolables. Un sindicalista puede proferir amenazas, puede extorsionar, puede agredir, puede sabotear, puede subvertir el orden legal, puede atacar la libertad individual del prójimo sin que no sólo no ocurra nada, sino que el que lo critique puede ser tachado de inmediato de mal compañero, de esquirol, de insolidario o de no sé cuántas cosas más, porque hay que solidarizarse con los sindicalistas pero no con las víctimas de la mafia sindical. Con la mafia nacionalista, tres cuartos de lo mismo.

Junto a ellos, en España también cohabitamos una testimonial representación de outsiders que nos resistimos a someternos a sendas mafias, a sendas trituradoras de cerebros que todo lo engullen. Una lucha sin sentido que se desarrolla brechtnianamente: sin esperanzas, con convencimiento.