"El mejor argumento contra la democracia es una conversación de 5 minutos con un votante medio", decía Winston Churchill. Los que alguna vez hemos pasado el día en un colegio electoral de los suburbios de Barcelona viendo desfilar a los instruídos electores sabemos a qué se refiere Churchill, pero sin llegar a sus extremos, desde luego es cierto que en la democracia el voto no es lo más importante.
De hecho, la coña esta de ir a votar cada cuatro años debe ser lo menos relevante de un sistema democrático: un estado democrático lo es por sus instituciones, por la división de poderes, por la supremacía de la ley. Si el estado democrático es aceptablemente liberal (y una cosa lleva a la otra, o la otra a la una), hay por parte del gobernante un cierto sentido del respeto al ciudadano, una distancia entre administrador y administrado, una confianza en la sociedad civil que hace que el político sepa que su deber es gestionar y legislar pero no intervenir en los asuntos privados de la plebe y no creer que gobernar es tener una tutela sobre la población.
Lo contrario sería una especie de Papá Estado que todo lo vigila y sólo consiente aquello que considera conveniente. ¿Debe servir para eso un Estado? España se ha convertido en los últimos años no ya en un Papá Estado si no en un Estado Supernanny. Un gobierno cuyo objetivo estrella desde la vuelta de vacaciones es acabar con una hamburguesa del Burger King es un gobierno que no confía en los ciudadanos. Allá cada cual con su estómago y su conciencia, digo yo: quien quiera zamparse 971 calorías de golpe no tiene por qué dar explicaciones a la ministra Salgado, obsesionada con prohibir cosas y vigilar a sus súbditos.
Un estado paternalista que se apropia del derecho e incluso de la obligación de vigilar nuestros hábitos alimentarios y de salud me repugna. Una cosa es exigir rigor en la información nutricional de un alimento y otra pretender prohibirlo. Una cosa es defender la libertad de los no fumadores y otra prohibir la publicidad del tabaco (si el tabaco es legal, ¿por qué no puede anunciarse?). O prohibir el pescado crudo. O prohibir ir con niños pequeños en los taxis sin sillita de retención. Prohibir, prohibir, prohibir.
Si la ministra Salgado, y todo el Parlamento español, que vota ilusionado sus excesos paternalistas, consideran que han sido elegidos para vigilarnos porque no somos lo suficientemente mayorcitos, también podrían prohibir directamente el derecho de voto, ya que quizás no estamos lo suficientemente preparados para ejercer el sufragio y ellos ya saben qué es lo conveniente para nosotros. O podrían prohibir que nos compremos caprichos demasiado caros, o que nos vayamos a dormir tarde si al día siguiente hay que trabajar.
La clase política contemporánea en general, pero sobre todo y de una manera escandalosa la clase política autodenominada progresista que más suele presumir de incrementar las libertades civiles de los españoles, tiene una irrefrenable pulsión de supernanny estatalista, intervencionista, totalitaria. Lo que ya sabíamos: ser progre te hace más esclavo.
De hecho, la coña esta de ir a votar cada cuatro años debe ser lo menos relevante de un sistema democrático: un estado democrático lo es por sus instituciones, por la división de poderes, por la supremacía de la ley. Si el estado democrático es aceptablemente liberal (y una cosa lleva a la otra, o la otra a la una), hay por parte del gobernante un cierto sentido del respeto al ciudadano, una distancia entre administrador y administrado, una confianza en la sociedad civil que hace que el político sepa que su deber es gestionar y legislar pero no intervenir en los asuntos privados de la plebe y no creer que gobernar es tener una tutela sobre la población.
Lo contrario sería una especie de Papá Estado que todo lo vigila y sólo consiente aquello que considera conveniente. ¿Debe servir para eso un Estado? España se ha convertido en los últimos años no ya en un Papá Estado si no en un Estado Supernanny. Un gobierno cuyo objetivo estrella desde la vuelta de vacaciones es acabar con una hamburguesa del Burger King es un gobierno que no confía en los ciudadanos. Allá cada cual con su estómago y su conciencia, digo yo: quien quiera zamparse 971 calorías de golpe no tiene por qué dar explicaciones a la ministra Salgado, obsesionada con prohibir cosas y vigilar a sus súbditos.
Un estado paternalista que se apropia del derecho e incluso de la obligación de vigilar nuestros hábitos alimentarios y de salud me repugna. Una cosa es exigir rigor en la información nutricional de un alimento y otra pretender prohibirlo. Una cosa es defender la libertad de los no fumadores y otra prohibir la publicidad del tabaco (si el tabaco es legal, ¿por qué no puede anunciarse?). O prohibir el pescado crudo. O prohibir ir con niños pequeños en los taxis sin sillita de retención. Prohibir, prohibir, prohibir.
Si la ministra Salgado, y todo el Parlamento español, que vota ilusionado sus excesos paternalistas, consideran que han sido elegidos para vigilarnos porque no somos lo suficientemente mayorcitos, también podrían prohibir directamente el derecho de voto, ya que quizás no estamos lo suficientemente preparados para ejercer el sufragio y ellos ya saben qué es lo conveniente para nosotros. O podrían prohibir que nos compremos caprichos demasiado caros, o que nos vayamos a dormir tarde si al día siguiente hay que trabajar.
La clase política contemporánea en general, pero sobre todo y de una manera escandalosa la clase política autodenominada progresista que más suele presumir de incrementar las libertades civiles de los españoles, tiene una irrefrenable pulsión de supernanny estatalista, intervencionista, totalitaria. Lo que ya sabíamos: ser progre te hace más esclavo.