Un grupo de personas no es más que una suma aditiva de individuos, el todo no debe entenderse como algo más importante que la suma de las partes.
Esta afirmación, que incluso Pepiño Blanco podría entenderla, suele enfrentarse a la realidad. Las manifestaciones, desde siempre, son demostraciones de fuerza, mirad cuántos somos, ahí tenéis a la gran masa de gente, porque la gran masa es algo más importante que la suma de cada uno de sus componentes. Este es el gran argumento, falaz él, del que se sirven las aglomeraciones en las que se demanda o protesta por algo: no por ser muchos se tiene la razón, la movilización agitativa no posee en sí misma nada legitimador.
El sábado hubo una manifestación en Madrid. La asociación de víctimas del terrorismo pedía que se sea riguroso en la aplicación de beneficios penitenciaros y no se permita excarcelar a etarras como De Juana Chaos. Esta plausible demanda quedó completamente amalgada: la chusma se dedicó a amenazar, insultar y zarandear al ministro de Defensa, José Bono, y se llegó a un conato de agresión.
Es algo que me entristece. Primero, porque es una muestra más de que desde el verano del año 2002 se respira en España un clima enrarecido en el que a veces aflora el odio, pretendida y voluptuosamente instigado desde la izquierda y el nacionalismo, y ahora enaltecido también por algunos sectores de la derecha. Y segundo, porque la verdadera intención de la convocatoria ha quedado inédita, nadie ha reparado en cuál era la finalidad de la AVT.
Sin embargo, para mí todo presenta una objeción mayor: a priori, no le doy la mayor relevancia a ninguna manifestación. Sean tres, sean cincuenta, sean cincuenta mil. En los fenómenos de masas, la gente se transforma, deja de lado la racionalidad, aparece nuestra faceta más primaria, y sólo así se explica el comportamiento de la chusma, consecuencia directa de creer en los colectivos como entidades propias, por encima de las personas. Prefiero el acogedor individualismo, el placer de estar solo, mientras las hordas de imbéciles se dedican a insultar a Bono hoy, a zarandear a Rodrigo Rato ayer, y a tirarle una maceta a Alberto Fernández antes de ayer.
Esta afirmación, que incluso Pepiño Blanco podría entenderla, suele enfrentarse a la realidad. Las manifestaciones, desde siempre, son demostraciones de fuerza, mirad cuántos somos, ahí tenéis a la gran masa de gente, porque la gran masa es algo más importante que la suma de cada uno de sus componentes. Este es el gran argumento, falaz él, del que se sirven las aglomeraciones en las que se demanda o protesta por algo: no por ser muchos se tiene la razón, la movilización agitativa no posee en sí misma nada legitimador.
El sábado hubo una manifestación en Madrid. La asociación de víctimas del terrorismo pedía que se sea riguroso en la aplicación de beneficios penitenciaros y no se permita excarcelar a etarras como De Juana Chaos. Esta plausible demanda quedó completamente amalgada: la chusma se dedicó a amenazar, insultar y zarandear al ministro de Defensa, José Bono, y se llegó a un conato de agresión.
Es algo que me entristece. Primero, porque es una muestra más de que desde el verano del año 2002 se respira en España un clima enrarecido en el que a veces aflora el odio, pretendida y voluptuosamente instigado desde la izquierda y el nacionalismo, y ahora enaltecido también por algunos sectores de la derecha. Y segundo, porque la verdadera intención de la convocatoria ha quedado inédita, nadie ha reparado en cuál era la finalidad de la AVT.
Sin embargo, para mí todo presenta una objeción mayor: a priori, no le doy la mayor relevancia a ninguna manifestación. Sean tres, sean cincuenta, sean cincuenta mil. En los fenómenos de masas, la gente se transforma, deja de lado la racionalidad, aparece nuestra faceta más primaria, y sólo así se explica el comportamiento de la chusma, consecuencia directa de creer en los colectivos como entidades propias, por encima de las personas. Prefiero el acogedor individualismo, el placer de estar solo, mientras las hordas de imbéciles se dedican a insultar a Bono hoy, a zarandear a Rodrigo Rato ayer, y a tirarle una maceta a Alberto Fernández antes de ayer.
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Vaya forma de tirar el dinero (capítulo 1)
El gobierno de la Generalitat, pese a que se muestra quejicoso por la falta de financiación de Madrit para poder llevar a cabo sus políticas de autogobierno (sic), ha sido capaz de hallar 3.195.000 euros para una campaña institucional incitando al noble ejercicio de hablar en catalán, que podremos ver en televisiones, radios, periódicos y hasta en Internet. Es bien conocido que los nacionalistas usan el castellano, esa lengua de segunda que usamos los catalanes de mentirijilla, sólo cuando estamos en campaña electoral, momento en el cual Maragalles y Mases pierden súbitamente el interés patrio en usar el idioma mágico y se dedican a glosar bonitos párrafos en la lengua de Cervantes cuando van de mitin a la pineda de Gavà o a Can Zam.
El gobierno de la Generalitat, pese a que se muestra quejicoso por la falta de financiación de Madrit para poder llevar a cabo sus políticas de autogobierno (sic), ha sido capaz de hallar 3.195.000 euros para una campaña institucional incitando al noble ejercicio de hablar en catalán, que podremos ver en televisiones, radios, periódicos y hasta en Internet. Es bien conocido que los nacionalistas usan el castellano, esa lengua de segunda que usamos los catalanes de mentirijilla, sólo cuando estamos en campaña electoral, momento en el cual Maragalles y Mases pierden súbitamente el interés patrio en usar el idioma mágico y se dedican a glosar bonitos párrafos en la lengua de Cervantes cuando van de mitin a la pineda de Gavà o a Can Zam.