En mayo de 2002, cuando el ladrón Jacques Chirac y el ultra Jean-Marie Le Pen se batieron en la segunda vuelta de las presidenciales francesas, me habría partido a mandíbula batiente si me hubieran dicho que cinco años después iba a ganar las elecciones un candidato cuyo discurso iba a estar basado en recuperar el mérito, premiar el esfuerzo y sacrificio personal, enterrar el atractivo y encantador vacío intelectual de mayo del 68, perseguir la inmigración ilegal con instrumentos tan garantistas como rígidos, reducir el gasto público y el papel del Estado en el mercado, trasladar más responsabilidades a los ciudadanos y no al Estado, impulsar una colaboración más estrecha entre su país y Estados Unidos y situar al terrorismo internacional como un enemigo a combatir sin paliativos, edulcoraciones ni causas justas.
En Francia. En el estatalismo por antonomasia. Y contra una arrogante que aseguraba que había que devolver la sonrisa a Francia mientras mostraba su superioridad moral.
Todo cuanto hemos visto estos días en Francia ha servido para verificar empíricamente que es posible obtener la confianza de los ciudadanos apelando a la razón y no a las frases de marketing. Algo de lo que deberían tomar nota algunos tecnócratas.
Todo cuanto hemos visto estos días en Francia ha servido para verificar empíricamente que es posible obtener la confianza de los ciudadanos apelando a la razón y no a las frases de marketing. Algo de lo que deberían tomar nota algunos tecnócratas.