sábado, mayo 17, 2008

Agua, ni gota, y del Ebro menos (*)


Muchas cosas, demasiadas, se van a decidir en los próximos meses. Por uno de esos meandros característicos de la historia española, estábamos disfrutando de un apacible, lento, casi interminable merodeo por los márgenes del río nacional, de la España que nos lleva, y de pronto nos vemos arrastrados a un vértigo creciente, navegando por aguas turbias, sorteando remolinos y peñascos en medio del cauce, entre arenas movedizas y niágaras en barbecho. Hemos pasado de la molicie al mareo, de la calma al frenesí, de la beatitud al baile de San Vito. No me extraña que Mayor Oreja salga ya en las fotos mirando al cielo. Como no venga de allí el milagro, aquí abajo no se barruntan precisamente prodigios. Al revés: da la impresión de que donde haya un hoyo, meteremos la pata. Y donde no lo haya, también, para crearlo.

Signo premonitorio de que nos acercamos a lo fundamental, de que estamos tocando el hueso del numen patrio, es que quieren sacar de quicio, o sea, de cauce al Ebro. El Ibro, el Iberum, el río de los ibéricos, con acento llano y aragonés, es el signo demarcatorio por excelencia. Entre Despeñaperros y el Ebro se sitúa militarmente la historia española en sus barbaries y civilizaciones cambiantes. Los nuevos bárbaros del Norte quieren bajar a abrevar al Ebro. Lástima de trago turbio y de pozo negro. Los nuevos ricos del Sur quieren convertirlo en cañería y alicatar el Mediterráneo desde el sótano hasta el tejado. Hablan de repartir el agua de la desembocadura del Ebro como si esa agua realmente «se perdiera en la mar», que decían los antiguos. Pero ni entonces ni ahora se pierde ningún río en mar alguno. Al contrario, en el mar es donde el río se encuentra a sí mismo, en el mar es donde se hace cauce, en el mar es donde se realiza ese milagro irreversible del agua dulce que parece que se pierde entre las salinas, cuando comienza desde allí su largo remontar hasta las fuentes. Vamos a llevarnos el agua del Ebro, dicen. Pero ¿adónde, si no hay España?

Porque la propia naturaleza viva de los ríos, el dibujo a sanguina de las cuencas fluviales, que no se avienen nunca a cálculos administrativos ni a divisorias electorales, nos devuelve a la pregunta política primera que, si bien se mira, es la de la soberanía nacional: ¿a quién pertenecen los ríos? Si son de España, a los españoles. Pero si están, como los funcionarios, transferidos, pertenecerá cada sector a su negociado y cada metro cúbico a su presa. Huelgan trasvases. Como mucho, venta y en subasta, que ahora resulta que la subasta es más progresista que el concurso. ¿No dicen esas nuevas historias que dictan los poderes autonómicos contra la Historia de España que el Ebro «nace en tierras lejanas»? Pues de tierras lejanas no se trasvasan ríos, majos. De tierras lejanas, turistas y postales. Agua, ni gota. Y del Ebro, menos.

(*) Federico Jiménez Losantos. Publicado en "El Mundo", 1 de septiembre de 2000. Tal vez deberíamos crear una sección titulada "Donde dije digo"