El Partido Popular debería llevar, como único (sí, sí, único) epígrafe de su programa electoral de 2008 la obligatoriedad, para los políticos recién elegidos, de realizar un stage de pretemporada en Gran Bretaña o Estados Unidos, para enterarse de qué es una democracia con separación real de poderes, antes de tomar posesión de sus cargos. Con ello se superaría uno de los mayores problemas actuales de la vida política española, cansina, jamelga, concienzudamente rastrera, idiotizante: cada día más parecida a una república latinoamericana.
La sucesión de despropósitos con los que los políticos de todos los partidos (pero sobre todo y de un modo escandaloso, los socialistas) han desprestigiado a las instituciones democráticas ha alcanzado su zenit (o ha tocado fondo, como diría Ignacio Villa) esta mañana, cuando en sede parlamentaria se ha debatido la honorabilidad del defensor del pueblo. Enrique Múgica, que ha dedicado toda su vida de forma inequívoca a la lucha por las libertades en España, ha sido escupido y pisoteado por los portacoces por haber cometido atrocidades tales como recurrir ante los tribunales todo aquello que, a su juicio, han sido excesos del poder legislativo.
Si atendemos a las brillantes apreciaciones de oradores como el exprofesor de instituto Joan Tardá, dedicado hasta hace cuatro días a regalar aprobados de catalán, Enrique Múgica no tiene legitimidad para ser defensor del pueblo porque ha recurrido el Estatuto de Cataluña, o sea, tiene catalanofobia, es fascistoide y sirve a los intereses del PP, que todo es lo mismo. En caso de que los tribunales le den la razón total o parcialmente al defensor del pueblo, la eventual sentencia carecerá también de legitimidad, al haber sido redactada por jueces catalanófobos, fascistoides y servidores de los intereses del PP. Y si algún funcionario o gestor público se viere obligado a hacer cumplir esa eventual sentencia, será por supuesto catalanófobo, fascistoide y servidor de los intereses del PP.
La falta de respeto no ya a las resoluciones judiciales, sino a la posibilidad de recurrir a los tribunales y a que el poder judicial tenga la potestad de entrometerse lo más mínimo en las arbitrariedades del poder ejecutivo y legislativo no es una novedad en la historia contemporánea. El ansia de poder absoluto siempre halla un grave impedimento en la coña esta de tener que cumplir las leyes y que alguien vigile que las cumples. Lo que resulta más sobrecogedor es que una mayoría de ciudadanos permanezca impasible ante unas evidencias tan claras: nos gobierna un puñado de políticos liberticidas que pretenden derrumbar la poca credibilidad que le quedaba al sistema judicial español, con el objetivo último de eliminar las garantías que ofrece la Constitución de 1978 en cuanto a igualdad de los ciudadanos ante la ley y limitación de los poderes públicos.
La sucesión de despropósitos con los que los políticos de todos los partidos (pero sobre todo y de un modo escandaloso, los socialistas) han desprestigiado a las instituciones democráticas ha alcanzado su zenit (o ha tocado fondo, como diría Ignacio Villa) esta mañana, cuando en sede parlamentaria se ha debatido la honorabilidad del defensor del pueblo. Enrique Múgica, que ha dedicado toda su vida de forma inequívoca a la lucha por las libertades en España, ha sido escupido y pisoteado por los portacoces por haber cometido atrocidades tales como recurrir ante los tribunales todo aquello que, a su juicio, han sido excesos del poder legislativo.
Si atendemos a las brillantes apreciaciones de oradores como el exprofesor de instituto Joan Tardá, dedicado hasta hace cuatro días a regalar aprobados de catalán, Enrique Múgica no tiene legitimidad para ser defensor del pueblo porque ha recurrido el Estatuto de Cataluña, o sea, tiene catalanofobia, es fascistoide y sirve a los intereses del PP, que todo es lo mismo. En caso de que los tribunales le den la razón total o parcialmente al defensor del pueblo, la eventual sentencia carecerá también de legitimidad, al haber sido redactada por jueces catalanófobos, fascistoides y servidores de los intereses del PP. Y si algún funcionario o gestor público se viere obligado a hacer cumplir esa eventual sentencia, será por supuesto catalanófobo, fascistoide y servidor de los intereses del PP.
La falta de respeto no ya a las resoluciones judiciales, sino a la posibilidad de recurrir a los tribunales y a que el poder judicial tenga la potestad de entrometerse lo más mínimo en las arbitrariedades del poder ejecutivo y legislativo no es una novedad en la historia contemporánea. El ansia de poder absoluto siempre halla un grave impedimento en la coña esta de tener que cumplir las leyes y que alguien vigile que las cumples. Lo que resulta más sobrecogedor es que una mayoría de ciudadanos permanezca impasible ante unas evidencias tan claras: nos gobierna un puñado de políticos liberticidas que pretenden derrumbar la poca credibilidad que le quedaba al sistema judicial español, con el objetivo último de eliminar las garantías que ofrece la Constitución de 1978 en cuanto a igualdad de los ciudadanos ante la ley y limitación de los poderes públicos.